Robar un libro, parece, es un proceso de iniciación. La sustracción de un libro es algo más que un delito, sobre todo porque por un lado, está considerado por el perpetrador, como algo menor, sin importancia, y por otro, como una afirmación de su condición de lector, y probable futuro escritor.
Se ingresa a cualquier librería y se establece un soliloquio interno con la pirámide ceremonial de libros, es la antesala de un deseo que va creciendo, y no se puede dominar.
Los más exquisitos, buscan ese libro que no podrán comprar, pero que es perentorio leer, como si el resto de la existencia dependiera de ese único libro, que en cada ocasión es otro único y otro y otro, pero que a la luz del riesgo se convierte en un libro especial, que vale la pena el riesgo.
De repente y sin que se sepa por qué, el objeto del deseo se revela, muestra su cara visible y la invisible, es ese el que nos cambiará la vida, el futuro y determinará para siempre un hecho inolvidable que nos constituye.
El asedio al elegido se rodea con miradas furtivas, un plan improvisado de escape, una cuenta mental sobre la cantidad de vendedores y sus posiciones.
En un breve intento de registro, buscamos encontrar el patrón de movimiento del lugar, aquellos puntos en los que con hilos invisibles el acto quedaría oculto a los ojos indiscretos.
Y en un acto que nos constituye, el libro es alojado debajo del pullover, en nuestro estómago que se retrotrae para hospedar la valiosa carga.
En ese momento, se establece un nexo entre ese pasado del libro robado y este momento en que se confiesa; el hecho es casi una máquina del tiempo.